Robin Williams

Tenías la barba de tres días, la mirada más allá de dónde la vista alcanza y el corazón probablemente descuidado, dejándose llevar por el sinsentido de seguir latiendo y no saber para quién.
La tristeza era un halo luminiscente que te acogía e impedía distinguir con exactitud que sería de ellos, los pájaros del jardín, las lagartijas traviesas y las trabajadoras hormigas que acababan de empezar la jornada. Porque ya no te preguntabas otra cosa.
No te dolía el miedo, o quizás un poco, pero no lo suficiente.
No te dolía la incomprensión.
No te dolían los meses de esfuerzos inmensurables, de pérdidas y desastres, de intentos inútiles o quizás victorias que acababan sentadas en tus retinas, incapaces de asumir que ciertamente eso era todo.
Dolía y dolía tanto qué ya no sabías qué.
El sol estaba raro esa mañana, a ti te había costado deshacerte de las sábanas como mandaba la rutina y sabías que sería ese día.
Y te apoyaste en la pared del cuarto que más odiabas de la casa y te viste a ti mismo, una y otra vez, siendo capaz. Miraste a través del cristal durante mucho tiempo despidiéndote de lo que un día te había colmado de la mayor de las felicidades, la que nunca nadie comprendería.
Te lo repetiste otra vez: Ya nada nunca sería igual.
El credo de las últimas e infinitas noches.
No sirvieron las certezas, las que siempre lo habían hecho. Estaban vacías, tal vez rotas, habían dejado de ser abrigo para un verano tan aterrador.
A veces no basta con que medio mundo quiera ser como tú, no basta con saber que al otro lado de la puerta te esperan proyectos de vida increíbles, no basta que venga alguien y te hable de las mil y una maravillas del mundo cuando tú las has sostenido con la palma de las manos
Estabas allí, en medio de sabe Dios cuantos kilómetros cuadrados, rodeado de paredes que habían compartido tus tan buenos como peores momentos.
Y estabas solo.
No estabas ni siquiera contigo.
No había una puerta de emergencia, no había extintor, no había salida.
La sangre salía a chorretones de tus manos que temblaban, el dolor seguía sin ser suficiente y las lágrimas se peleaban entre ellas.
Alguien tardaba y no sabías quién.
No conseguiste llegar a tiempo.
Esa correa hizo de pasaporte al lugar del que nadie nunca ha sabido volver.
La gente te llora, los periódicos te alaban, las noticias abren bocas y las televisiones empezarán a emitir tus 63 años de honores y penurias.
Quizás no te quedaba nada que decir o quizás algo que decir sigue estando de más.


Con una correa te ataste al olvido de que el mundo te recuerde a su manera.
Paz y después gloria, Robin.


Comentarios

  1. Si alguna vez prometí no volver a llorar has hecho que todos mis esfuerzos hayan sido envanos y que tanto trabajo empeñado en ello se haya ido al carajo. Me ha encantado, he llorado de felicidad, de saber que este gran hombre supo llegar a un corazón como el tuyo y me he emocionado al ser testigo de tu pequeño homenje, solo decirte GRACIAS por expresar tan bien lo que otros deseamos pero no sabemos cómo.
    PAZ Y DESPUÉS GLORIA.

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  2. OO Gracias amiga!!!! Hace mucho que no te leo y tengo morriña ;))))

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