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Mostrando entradas de agosto, 2014

Autoengaño

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Tenía los ojos afilados, clavándose como puñales en la estrepitosa noche. Él seguía dando caladas, mientras reía o tal vez reía, mientras fumaba. De todas formas su rubio ceniza era aún más oscuro que sus intenciones y le caía rebelde sobre la frente, y el humo, caprichoso, dejaba nubes de mentira. Entre el misterio de luces nadie sabía quién era quién, como si alguna vez se hubieran conocido. Bien o peor. Vio sus ojos tras la copa y supo que los suyos eran inocentes. De esas inocencias  a las que te gusta sacar a bailar. -¡Te vas a morir, te vas a morir! Era cómico mientras lo gritaba como un niño persiguiendo hojas y ella reía, como solo se ríe uno de la desesperación. Y bailaba también, como solo se hace a ciertas horas de la madrugada. No sabían que tenían. Era solo de esas personas que crean esa necesidad de mirar atrás, una infinita vez más. Era de esas personas que buscas en medio de un bar, medio ebrio. También llovía, a lo lejos el cielo se hacía día.

-CIEN AÑOS DE ETERNIDAD-

El fuego me estaba derritiendo los pensamientos. Al otro lado de las llamas, todo era confuso. Sostenía entre mis dedos lo que nunca sobrevive a las guerras y tenía miedo de perder todo control sobre mis músculos, y que mis manos se cerraran con tanta fuerza que aquel último hálito de vida, pereciese entre un puño de cenizas. Ya no sentía los huesos, el dolor iba y venía. A veces había paz, a veces seguía la lucha vibrando bajo mi piel. La soledad allí también parecía un fantasma, ardían los restos de la ciudad a lo lejos y en medio de aquel páramo desierto, derruido y deshabitado sentía el peso de la muerte acercarse con disimulo. Nadie oiría mis gritos, nadie levantaría mi cuerpo y lo llevaría al amanecer a la alta colina. Nadie salvo aquella adelfa vivía allí. El resto ya estábamos muertos. La vi moverse entre los matorrales. Las sábanas se mecían al compás de sus cabellos. Ella luchaba contra el viento y yo me estremecía cada vez que era capaz de conquistarlo. Tenía los la

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Una vez creí en el amor, como también lo hice con los sueños y con las personas. Cruzaba las calles, arrancaba las hojas de los árboles, cerraba los ojos y nunca llegaba tarde. Los amigos nos escribíamos cartas, nos intercambiabamos retratos y nos covertiamos en súperhéroes las tardes de lluvia. Los enfados duraban lo que tardas en comerte un sugus de piña y el tiempo era tan amigo nuestro que le dio por volar con nosotros. Las rosas y las plumas del pavo real eran el secreto de los más apuestos príncipes. Y tras aquellos dientes desordenados, las sonrisas vencían las reprimendas en cuestión de voluntad. Los cuentos sí existían, los finales felices eran proyectos de vida, las oportunidades eran oro en nuestras manos. Echar de menos costaba poco, costaba menos y era nuestra forma más bonita de llenarnos de ganas. Y ahora que las palabras ya no convencen, ni mueven corazones, ni enamoran... Ahora que tenemos desastres por cabeza y los vasos llenos de litros de pobreza de espíritu.

Robin Williams

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Tenías la barba de tres días, la mirada más allá de dónde la vista alcanza y el corazón probablemente descuidado, dejándose llevar por el sinsentido de seguir latiendo y no saber para quién. La tristeza era un halo luminiscente que te acogía e impedía distinguir con exactitud que sería de ellos, los pájaros del jardín, las lagartijas traviesas y las trabajadoras hormigas que acababan de empezar la jornada. Porque ya no te preguntabas otra cosa. No te dolía el miedo, o quizás un poco, pero no lo suficiente. No te dolía la incomprensión. No te dolían los meses de esfuerzos inmensurables, de pérdidas y desastres, de intentos inútiles o quizás victorias que acababan sentadas en tus retinas, incapaces de asumir que ciertamente eso era todo. Dolía y dolía tanto qué ya no sabías qué. El sol estaba raro esa mañana, a ti te había costado deshacerte de las sábanas como mandaba la rutina y sabías que sería ese día. Y te apoyaste en la pared del cuarto que más odiabas de la casa y te viste

Dime que no

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Quise respirar la calma que nunca llamó a mi puerta y acabé intoxicada en el bar de la esquina. La misma historia, las mismas ganas, pero a doscientos cuarenta latidos de venganza. Quise un culpable y me regalaron un espejo. Aún me señalo en plena acusación y las palabras que me digo se rompen en el aire como pompas de jabón. Mentiras. Son las de siempre. Seguro que las has dicho alguna vez. Yo las escuché, de mis labios, muchas veces. Soy inocente. No estoy llorando. Mi reflejo sigue atacado de la risa y en esa carcajada hay mas tristeza que consuelo. Quise imaginar las posibilidades y terminé prohibiéndome ensuciarme la manos. Y el sol ahora pesa como mil años sin haberte visto bien. Las palabras siguen allí entre papeles olvidados y las noches me piden lo de siempre: fuego. Que queme todas las cartas, que queme todas las horas de pensamientos secretos. Pero sigo creyendo que la mejor forma de curar recuerdos es mirarnos a los ojos, sin pestañear. Será el miedo, las ab