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Mostrando entradas de agosto, 2015

Todo lo demás es camino

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Me ponías a prueba, me decías que te ibas para siempre, que me odiabas como odian las margaritas que las deshojen, como yo odio irme a veces, como todo el mundo odia alguna vez cuanto ama. Quería decirte que yo te querías más, pero que tampoco era para tanto y que daba igual que la pista de baile se nos quedara pequeña, las intenciones nunca eran mejores que yo. Quería explicarte que había días que la verdad te tapaba como un manto de hojas y que últimamente eran muchos. Que cuando ya no sabía que más echar de menos, el viento soplaba y era verdad, toda la verdad, no estabas allí. No dejaste la esperanza puesta en los ojos de cualquiera, como yo he terminado pensando que incluso si así hubiera sido, te hubieras equivocado igual. Porque van a venir a traerme flores, a cuidarme las ojeras y a decirme que son la parte incondicional del verbo querer a alguien y esta vez, como  cualquier otra definitiva, voy a abrir un poquito los ojos y ni siquiera al tiempo, miserable va ser e

El tercer día, lloró.

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Sé que el tercer día lloró, no lo hizo como una persona valiente que sabe que algunas veces se debe llorar, ni como se llora cuando no te cabe ni un descanso en el corazón. Lloró como si la más pequeña de las tonterías hubiese alquilado un recoveco en su piel y pensase quedarse a vivir mucho tiempo, como si fuese verdad que su cuerpo era carne y sus huesos frágiles, y su corazón de madera, madera tallada de versos, de asfalto y tierra, de mentiras dulces que arañaban la superficie. Lloró como se llora cuando no quieres llorar, como si la niña que un día soñaba con tocar la luna, hubiese tocado el fondo del estanque y se hubiese quedado a vivir allí, a ver vivir, a mirarse las manos y encontrárselas llenas de estrellas que morirían en pocas horas. Sé que lloró y se le empañaron los ojos de franela y veranos aburridos, sé que leyó tanto poesía que soñaba conmigo todas las noches. Sé que lloró porque sabía que la quería, que hacía un esfuerzo enorme por llenar mi vida de cotidianidad

Hay tormentas que son veranos.

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Se colocó por tercera vez los anteojos y me miró con aspereza a los ojos. Tenía la cara inexpresiva de siempre y la acompañaba su habitual y lúgubre enroscamiento de manos. Solía ser así. Sus gestos, las ojeras que caían como fardos pesados sobre sus mejillas y los pequeños callos de sus manos de jabón contaban más de ella que sus hoscos labios. Le sostuve la mirada durante largo rato, tratando de digerir los secretos ahogados que se le escapaban de los ojos y desvió la mirada a la tele que hacía un ruido de segundo plano. Sé que miraba sin mirar, porque se retorció por cuarta ocasión del asiento y no dejaba de jugar con el viejo anillo de su dedo anular. Aún lucía después de muchos años y escondía detrás de sí una historia que solo su portadora conocía con lujo de detalles. A todo el mundo nos gusta llevar nuestras historias con nosotros, supongo. Me seguía mirando de vez en cuando y yo seguía firme, sin ceder a la impaciencia de su actitud. Entonces sonó el teléfono y todo ocurri