Verde y pistachos.
La mañana que te dejaste ver por primera vez, llevabas puesta una camiseta pistacho, los tenis, unas gafas de sol radioactivas y la sonrisa de los sábados. Yo era como el fantasma de cualquier otra ópera, con el pelo mal puesto y cualquier etiqueta por fuera, con los ojos pequeños, muy abiertos y los cristales muy sucios. Aquella mañana que te dejaste ver, tal vez no te vi. Probablemente nadie nos vio de verdad. Quizás incluso aquel día llevé la coleta bien hecha, o puede ser que tú no vistieras pistacho y feliz. Quizás, pudo llover ese día y no me fijé en que llegabas empapado de ilusiones y planes. Probablemente en realidad, ya no recuerde ese día tan bien como me gustaría.
Es como de esas veces que saludas por primera vez y luego lo repites tantas ocasiones, tantos días, tantas mañanas, que olvidas que hubo un primer hola y que también te cambió la vida.
Aquella mañana yo no sabía mucho. Sabía de hecho, que fuese lo que fuese lo que buscase iba a ser cualquier otra cosa. Llevaba la maleta a cuestas, el pasado demasiado pegado al culo y los tropiezos aún en los pies. Y crucé una puerta y luego quise cruzar mil y una más, y quise que no se acabaran nunca las puertas, ni las buenas personas. Quise empezar a echar de menos un lugar que me había vestido de niebla.
Hubo mucha luz esos días de la que no quemaba y te dejaba la piel bonita. Hubo pocas prisas, un poco de miedo en los ojos y una aplastante sensación de que quizás las cosas sí pudieran ir mejor, o bien, o no fatal.
Estiro la memoria y te recuerdo callado, comiéndote la cabeza, arrugando las cejas. La estiro un poco más y a veces me vuelves a mirar por primera vez de nuevo, a veces me vuelves a ver, a veces soy yo la que miro y luego ya solo veo. Y me acuerdo de las veces que preferí no haber visto, de las veces que pensé que habría marcha atrás, de las veces que sigo pensando que me encantaría haber seguido solo mirando y nunca saber a quien.
Pero alguien quiso que viera más y no descarto que me sigue empapando las pupilas, que me sigue pidiendo que miré, que escriba, que luche y que supere. Me sigue levantando todas las mañanas y me dice que todo lo que ha pasado ya, algunos años de aquellos, algunas personas también de aquellas, morirán el día que yo decida plantarles cara. Y tira de mí, me dice que te mire, que escriba y publique ese libro, que abrace a las personas que se dedican a cuidarme estos días, que no me abandone, que tenga las manos llenas de verdad y de menos sangre.
Y es verdad, hablo de corazón como si aún me quedara. Y no hay ápice de negación en todas estas ganas de que el día menos pensado yo sí vuelva la cabeza atrás para verte marchar, yo te mire y no me de pánico creerme tus ojos, yo te coja la mano y te prometa que aunque haya muchos días que no te merezca la pena, puedo ser el desastre que solo piense en hacerte feliz.
Y es verdad, ojalá la mañana que te dejaste ver por primera vez llevaras una camiseta pistacho, los tenis, unas gafas de sol radioactivas y la sonrisa de los sábados.
Es como de esas veces que saludas por primera vez y luego lo repites tantas ocasiones, tantos días, tantas mañanas, que olvidas que hubo un primer hola y que también te cambió la vida.
Aquella mañana yo no sabía mucho. Sabía de hecho, que fuese lo que fuese lo que buscase iba a ser cualquier otra cosa. Llevaba la maleta a cuestas, el pasado demasiado pegado al culo y los tropiezos aún en los pies. Y crucé una puerta y luego quise cruzar mil y una más, y quise que no se acabaran nunca las puertas, ni las buenas personas. Quise empezar a echar de menos un lugar que me había vestido de niebla.
Hubo mucha luz esos días de la que no quemaba y te dejaba la piel bonita. Hubo pocas prisas, un poco de miedo en los ojos y una aplastante sensación de que quizás las cosas sí pudieran ir mejor, o bien, o no fatal.
Estiro la memoria y te recuerdo callado, comiéndote la cabeza, arrugando las cejas. La estiro un poco más y a veces me vuelves a mirar por primera vez de nuevo, a veces me vuelves a ver, a veces soy yo la que miro y luego ya solo veo. Y me acuerdo de las veces que preferí no haber visto, de las veces que pensé que habría marcha atrás, de las veces que sigo pensando que me encantaría haber seguido solo mirando y nunca saber a quien.
Pero alguien quiso que viera más y no descarto que me sigue empapando las pupilas, que me sigue pidiendo que miré, que escriba, que luche y que supere. Me sigue levantando todas las mañanas y me dice que todo lo que ha pasado ya, algunos años de aquellos, algunas personas también de aquellas, morirán el día que yo decida plantarles cara. Y tira de mí, me dice que te mire, que escriba y publique ese libro, que abrace a las personas que se dedican a cuidarme estos días, que no me abandone, que tenga las manos llenas de verdad y de menos sangre.
Y es verdad, hablo de corazón como si aún me quedara. Y no hay ápice de negación en todas estas ganas de que el día menos pensado yo sí vuelva la cabeza atrás para verte marchar, yo te mire y no me de pánico creerme tus ojos, yo te coja la mano y te prometa que aunque haya muchos días que no te merezca la pena, puedo ser el desastre que solo piense en hacerte feliz.
Y es verdad, ojalá la mañana que te dejaste ver por primera vez llevaras una camiseta pistacho, los tenis, unas gafas de sol radioactivas y la sonrisa de los sábados.
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