Mujeres de época

La tarde caía como un milagro del cielo. Se volvían naranja los recuerdos, las presunciones, cualquier alarde a otra época pasada. Parecía innecesario el uso de la palabra, aún cuando el silencio era incómodo en un antiguo y opresivo cuarto de estar.

No me pregunté cómo te habría sentado un corsé, blancas mangas de pernil y un colorido vestido que resaltase tus indudables curvas. El resto, y con el resto me refiero a tu actitud de autosuficiencia, la inteligencia de tus resoluciones, tu sonrisa impávida y esos aires de inconformismo social en los hombros, eran virtudes que ya vestías elegantemente.

Te resultaba exquisita la lucha impugnable contra la desigualdad entre mujeres y hombres. Aunque no digo yo que acaso, todas aquellas ya pasadas diferencias (o no) con cobijo en frases hechas, denotaciones injuriosas y modales peripuestos no fuesen otra cosa que inventos en manos de gente que vivía en el continuo bucle de la insatisfacción. Mis ojos eran el espejo de tus pensamientos, quizás fuese yo misma la presa de ese abismo que era la ignorancia de haber sido educada bajo todas esas mentiras que mis propias pupilas no podían discernir. Juro que miraba el mismo atardecer bajo las mismas sombras, que me pareció absurdo negar que las injusticias existen, pero quizás ponerles apellido, preparles plato y cubiertos, dejarles sitio en la cama, leerles cuentos... fuesen solo otra manera de asentar una eterna disputa. Encontraba interesante el misterio, la posible verdad relativa, tus palabras y tus razones, mi incapacidad para sentir la jaula y los barrotes.

Por eso, permanecí en el más remoto de los silencios, dejando a la duda mancharse, admirando tu respiración y tus firmes creencias. Quizás llegaría con el tiempo a mis manos una carta reveladora y tuviese en cuestión de segundos el mundo cayéndose como esta misma tarde por la ventana, pero más negro y abrumador. Como un juicio nublado y largo tiempo alimentando una quimera, el golpe me dejaría en cama mental.

Pero por ahora, quien podía saber si tu concepción de tu propia figura no era solo otra manera de que el muro resistiese los golpes, de que existía algo mordaz y extrañamente reconfortante en aquella palabra camuflada bajo un simple instinto, como hambre después de haber comido, como sentir sueño infinito. La palabra era amor y esa era tu forma de negar con la cabeza que la dicha, entonces por ahora llamada felicidad, fuese a veces algo más que reafirmarse y recordar un cuerpo desnudo y solo, pero con derechos.

Te dije que yo nací en un tiempo equivocado y asentiste, como si mis ideas fuesen retrógradas y mi corazón un insensato.

Quizás tus ideales cuando un 'no' quiso significar eso, me hubiesen hecho más fuerte. Quizás hubiese sonado más real si mis prejuicios me hubiesen avalado en esa dirección.

-Más no lo hicieron, Lizzy, siempre he creído en las buenas intenciones.

La tarde se volvía roja y se obscurecía. Tú seguías con tu firmeza y tus pómulos turgentes, con el perfil cuidado y la razón por delante. Yo me deshice entre los retales del sofá, con la poca decisión de la idea de la decencia.

Nadie sacó a nadie a bailar.
Tú defendías que después de todo, alguien así, de ese talante orgulloso que vivió al margen de cualesquiera que hubiesen sido mis sentimientos, ni siquiera mereció el beneficio de la duda.
Y mientras el rojo se hizo negro, sucumbí frente a mis propios pesares y pensé que con la mejor de las suertes quizás Mr. Darcy no quiso bailar porque no sabía con quien iba a bailar.


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