Granos de Arzadú

Apenas alzaste los ojos cuando te rocé las espaldas con mis enjutos codos.

-Apártate. Quita ese libro, que se te van a caer los ojos. - Te bramé con mi falta asumible de diligencia. - Hazte a un lado, niño.

Pasaron varios segundos hasta que te despegaste de tu tarea para finalmente dejarme paso por el cuchitril que teníamos por cocina. Me miraste como quien mira a otro niño muerto, roído por su falta de experiencia y de modales. Cerraste el libro de un soplido y me cediste tus palabras apaciblemente.

-El agua sale templada a mitad de recorrido. Así le abrasarás los pies a cualquiera y se te derretirá la cara.

Saliste de la cocina sin dejarme tregua para replicarte cualquier tozudez. 

-No sé como no se te cae la tuya.- Musité.

La olla empezó a zumbar y el chirrido me atravesó los oídos. Te odiaba tantas veces al día que me resultaba miserable hasta a mí no poder mirarte de otra manera. Te odiaba, te odiaba, te odiaba tanto... Bajé el fuego, hasta que solo quedó un susurro leve como de tormenta rebotando en los azulejos. Se mezcló con el del agua que empezaba a desbordar del barreño.

-Mierda, mierda, mierda.

Corrí aprisa para que aquel mar no se extendiese más allá del fregadero y vertí un poco de aquella sopa humeante hasta dejar la cantidad justa para poder sumergir dos pies arrugados.

Me apoyé en la encimera y miré a aquella mañana. El sol estaba tímido y las cortinas lo engullían tras de sí, como si nada tuviera que decir a las cacerolas, pucheros y fogones. El reloj seguía en su hora antes de desgracia, porque nadie lo miraba ya, solo se clavaban como alfileres sus inagotables y rítmicas manecillas. Pero la abuela ya nunca cruzaba la cocina, apenas podía levantarse de la cama, y tú, bueno, tú siempre te dejabas el tazón de leche sin fregar. Nuestro padre, pobre de él, solo aparecía en las comidas y la cocina era demasiado pequeña para que él pudiese preocuparse de si yo la mantenía atildada o no. Era un buen hombre. La fábrica de carbón le estaba deshaciendo los pulmones y la voz se le había vuelto ronca y profunda, como cuando se quedaba mirando el retrato de la entrada y se ponía a hablarle a la difunta. Trabajaba como un cobarde. Pobre de él. 

Pero él te adoraba, te miraba como ennegrecido del carbón o de esta vida, y se le iluminaban sus ojos. Aún cuando toda tu dedicación solo podía ver con satisfacer las necesidades de una sola persona que, sin mucho más misterio, siempre fuiste tú. Nos sentábamos a la mesa y siempre tenías la boca manchada de palabras. O comías o callabas. O proseguías o enmudecíamos. Nuestro padre te aplaudía con los ojos y casi gritaba contigo: «Arzadú, arzadú, arzadú.» 

Eras un niño demasiado inteligente para mancharte las manos, demasiado escuálido para llevarte al campo, demasiado tímido para arrancarte de todos aquellos refugios en blanco de tu estantería, demasiado escurridizo. Acaso tus imperdonables años de niño te daban todos aquellos derechos y la abuela ya no estaba en sus cabales para tirarte de las orejas.

-Tu difunta madre estaría orgullosa de él... Lee tanto. - Decía todas las mañanas.

-Pero mírale, abuela, ¿de verdad que no lo ves? La ropa le queda como un saco de patatas, no tiene amigos, no sirve ni para llevar la carretilla y los ojos... tiene ojos de rata.

-¡Me quema! ¡Me quema! ¡Ay niña, este agua es de fuego!

Y se empapaban las maderas cuando sus pies empezaban a chapotear dentro del cubo y yo bajaba a por un trapo a la cocina, entre chispas.

Te odiaba, te odiaba, te odiaba tanto... Nuestra difunta madre que en paz descanse, no se hubiera sentido orgullosa de ti, que yo lo sé. Se hubiera quejado de lo fría que se quedaba la casa últimamente, de que la cocina era demasiado chica para preparar un buen guiso, de que había humedades por las paredes de las habitaciones y de que eso era como dormir siempre cerca de la lluvia. 

Se hubiera sentado a la mesa con nosotros, y miraría al pan, tan duro como el invierno. Hubiera dicho: «La sopa está callada, está tibia, pero quema en la garganta. Quizás un punto más de sal.» Y no se habría quedado mirando al cuenco como si veneno tuviese que beberse, y aún cuando tú empezaras a hablar de que tu corazón de simiente se secaba, como los granos de arzadúhubiera dicho:  «Niño, pero si eso no existe.» Y nuestro padre no tendría los ojos tan negros como los tiene hoy, y no tendrían que iluminársele con tus chiquilladas.

Descorrí las cortinas para tener más cerca la mañana y agarré el barreño para subírselo a la abuela. La cara se me empezó a caer a rodajas y sentí dolor.

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