La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida

No recuerdo con exactitud el día que me crucé por primera vez con la tristeza de Elvira Sastre. Sé que, sin embargo, no fue hace mucho y que el tiempo ha ido cavando sus propios surcos en su paso por este lugar que quién sabe si es mi casa, si son mis ideas, o si es simplemente otra tristeza más. Hoy tengo en las manos La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, y digo en las manos porque es el instrumento palpable que lo sostiene. (Mis manos, qué lugar más triste para encontrarse.) Se ha venido a casa cómo si fuese un amigo de toda la vida, como si, así tal y como lo escribo, estuviese vivo y respirase. Hoy respiro yo con él, llevamos toda la mañana mirándonos a los ojos, echándonos la culpa el uno al otro, pensando en el mar y en que se encuentra más lejos de lo que parece, en las huidas dentro de cuatro paredes muy blancas, en palabras que se repiten como un olvido sucio. Fueron mis pasos los que me arrastraron a traerlo cerca de este estante, mis dedos los que han pasado sus páginas con su torpeza moribunda, mis ojos los que han visto porque han deseado mirar.

No sé me ocurre una manera más bonita y más cierta de aludir a sus poemas como «bombillas rotas que, sin embargo, aún siguen encendidas en la oscuridad.» como Benjamín Prado ya dijo una primera vez y como Fernando Valverde nos recordó en el prólogo de Ya nadie baila. He encontrado como otras muchas veces la fuerza de quien escribe siempre de cara a sí mismo, piel adentro. Porque, al final, ¿quién quiere un poema sin la piel del poema?

La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, es un libro que despega con mucha rabia y con aún más fuerza, porque Elvira se siente Libre en el silencio.

«Y te lo repito:
soy libre.»

«Que sólo aquel que entiende mi silencio
merece mi palabra,»

Y la palabra avanza, como si alguien se lo pidiese a gritos, alguien que decidió marcharse y que después de todo lo hizo. Alguien que supo que si uno cruza una puerta tan triste, siempre la tendrá en la memoria, siempre se soñará en el lado que no se encuentre, siempre encontrará en el mar un susurro de lo que se vivió y sal para los ojos.

«Que nunca me perdiste
dejaste que me marchara,
que es la peor forma que existe de abandono
para el que se queda

«Añoro el mar,
alcanzo a decir.»

«Pienso en irme,
en abrir el puño y dejar que el viento sea viento,»

Y así, va tejiendo Elvira su herida, entre ensueños y versos tormenta que encuentran la paz cuando se pronuncian, cuando se nombran, cuando son inequívocamente lo único que no se ha acabado todavía. Todo lo demás se mezcla en este caos al lado del espejo donde transcurre la vida, el miedo y la ausencia, el cuerpo y su virtud de la costumbre. Sencillo en la forma, con un juego de la palabra exquisito tantas veces, lleno de imágenes, metáforas y consuelos envueltos por unas manos que saben que su soledad camina y que «La tristeza es un camino de ida.»

Y porque es el dolor el que uno sabe tan bien como para recordarse su propio pulso y porque cualquier día estaremos de vuelta, y porque Ana María Matute una vez escribió: «¡Siempre! Siempre es una palabra idiota.» este poema también cierra mi día hoy.


LA CASA DE OTRO
¿Siempre estás triste?, me preguntó alguien.
(Siempre es mucho, mucho tiempo)
No podría decirlo, pero...
Si la tristeza fuera un mar; me ahogaría en él.
(Salada y cálida, así es la tristeza)
(Fría también. A veces)
Y resulta que yo amo el mar.
LYDIANE AUGUSTINUS
¿Quién sería capaz de acostumbrarse a
la tristeza ajena?

¿Quién, en su sano juicio,
aceptaría vivir en las ruinas
de un castillo asaltado
en donde ya no queda nada más que 
la espera eterna de otro,
una soledad presa con miedo al abandono?

Soy incapaz de salir de este lugar,
todas esas ventanas están sucias,
todos los recuerdos llenan de polvo mis ojos,
todos los días pasan tan despacio
que parece que los vivo dos veces.

Perdóname si no abro la puerta.

Este dolor, lo único que tengo,
es lo que me recuerda que sigo viva.

Elvira Sastre




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