El Sabinar

El viento se ha dormido entre tus manos,
has conseguido que cese su afligida queja
en tus oídos sordos y quemados por el invierno.

Aún sigue tras estos muros tu decisión,
como una orilla varada en un horizonte
que se consume en círculos y bucles
y aún extraña la luna y sus mareas.

Al otro lado del acantilado,
donde si uno se asoma lo suficiente
percibe su reflejo sin contorno como un temblor,
las corrientes rezuman por los resquicios de piedra volcán.
Allí el viento azota el pelo de las flores
que a ti no te crecen,
y se deja morir de un golpe seco
en las rocas desnudas.

Tus dedos se mueven como las líneas,
eres capaz de enumerar las motas de polvo,
los días de una semilla, las secuelas de mi camisa.
Y tus dedos ni siquiera se han dejado mecer,
dulces en medio de un final,
por el mar profundo que te abraza justo por delante
con una mano tendida para que solo temas
una sola vez su peligro.

Tus pies, tan pronto, se han llenado de raíces
y ascienden en un rayo de luz  
cuando tus ojos están perdidos en el suelo.
Luego se sientan en tus pupilas dos tallos diminutos
buscando un sol.

Tus brazos, rígidos, envueltos de un deseo tímido
a veces, marchito, de volar,
sostienen los pájaros a los que cobijas
y entretienes con tus flores lentas
de primavera endurecida.

Te has quedado muy quieto, como todo cuanto te rodea
en este ala de la isla.
Y yo me he quedado ausente,
casi maltrecha a tu lado
como un brazo tuyo
al que ha tumbado el temporal.



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