Una Piedra en el Jardín

El viento era dulce y un poco húmedo, y se mecía entre los eucaliptos haciéndolos agitarse como niños inquietos. Olía a resina y el frescor se posaba en la piel sin apenas darse uno cuenta. Eran caricias débiles, una esperanza que casi hubiera podido admitir que se podía respirar. Caminé hacia el acantilado, siguiendo a mis propios pies y mirando más allá del pequeño claro que se abría tras la empalizada. Notaba la grava bajo mis zapatillas y la arena. Era un camino de piedras, de malditas piedras, de todos los tamaños. Había hecho una colección tan grande que mi casa había terminado por parecer un santuario, la casa de un cantero o los sueños de un río despierto. Había rellenado las estanterías, cubierto las encimeras, los armarios y los cajones de montones de ellas. Provenían de pequeños lugares que había podido visitar. Recuerdo haber recogido la primera de ellas en una pequeña cala alejada de la vista de cualquier turista poco curioso, en Ribadeo. Me perdí entre los juegos de una formación rocosa y acabé dando por casualidad con aquel recóndito lugar. Recuerdo que el agua era tan fría como la arena y que hundí los pies y las piernas hasta las rodillas. Pensé que el amor podría parecerse a cualquiera de aquellas olas que se quedó a mirar atardecer, ancladas a la tarde en mi silencio. Esquisto y pizarra bronceados. Justo al lado de mi mesilla, en el interruptor de la lamparita de noche, para tener siempre muy cerca el mar y su botón.

Mi segundo amor descansaba en las escaleras, muy quieto, esperando que bajara al sótano a buscar otra botella de vino o la caja de herramientas. Sin dormir, con los ojos muy abiertos y la sangre muy fría, casi a punto de deshacerse. Arenisca de cuarzo. Una piedra a la que abracé dos semanas, que me cantó todos los días, que imaginó para mí una isla muy cerca de la China y a la que abandoné una mañana con un beso de muerte. Aún algunos días la oigo antes que las gaviotas y se me llena el corazón de plumas. Cualquier día se irá volando.

La mesa de la cocina siempre estuvo llena de pintura y de chinas, tan pequeñas que casi uno podía olvidarlas en un segundo. Pinté especies de recuerdos sobre ellas, analizando cada una de sus superficies, fingiendo sus defectos con color, marcando en sus pieles abrasadas el tiempo que habían vivido olvidadas. A veces solo un segundo. A veces siempre un segundo.

Podría haber anotado mi esperanza en muchos de aquellos cantos pelados, desgastados por la marea y la caricia ajena, un poco indiferentes de sí mismos a veces, dolidos por la espera y la nada. Pero mi mirada permaneció fija en aquella roca enorme que descansaba en el jardín, un peso que arrastré mucho tiempo o que acaso, me hizo creer que fue así. La primera vez que la vi allí, a un palmo de la puerta, salté como un resorte y la miré largo rato, resuelta a creer que no podía ser verdad. Los días de sol que se sucedieron terminaron por afirmarme en mi desdicha, la roca permanecía allí. Pasé largas noches acariciando sus verdades y habitando entre sus huecos, riendo y bebiendo, escuchando de lejos el rumor de un mar muy sabio y muy viejo. Aquel pedrusco me miraba con ojos de pez, sin ver nada más que mi pelo ondeado por la brisa y mi temor al tiempo no escrito. Sin embargo, siempre mantuvo aquella mirada firme en el horizonte, sola, rompiendo mis horas, estática e incorruptible, siempre fuera de casa. Despertaba, después de tantas noches, con aquellas pequeñas marcas en las manos, pequeñas fisuras e indicios de desgaste, los labios comenzaron a agrietarse, los ojos se me volvieron más duros, los pasos del corazón se hicieron más lentos y silenciosos. Me di la vuelta un segundo, me metí a remojo, seguí pintando y arrastrando mis pies pesados junto a la orilla. Mi madre aseguró que vendría de visita en unas semanas.

Continúe andando a través del claro y sentí el tacto rugoso bajo mi suela de piedras y piedras. Había tantas y tan calladas, que no supe en cual dejarme la puntera. Las miré con concentración, casi con dolor, las ordené con los ojos bien abiertos y la mirada torcida hacia delante. Eran un saco de tropiezos y casualidades, miles de palabras pisadas. Caminé hacia mi objetivo, aquel pequeño saliente donde cabían dos personas y me senté a ver cómo se terminaba todo. Con qué colores, con cuánta prisa y bajo qué capa de humedad. Recordé a mi madre, aquel mediodía que entró en la cocina y me dijo, mientras yo desnudaba el desorden que reinaba en la mesa “¿Ya has puesto…?” Y el silencio de roca que se le pintó en la cara. Lo recordé todo en un segundo. Como posó su mano sobre mi hombro mientras yo daba una última pincelada y sintió, sin una pizca de asombro, que se le endurecía bajo sus propias arrugas, el cuerpo que una vez había sido de carne. Siempre un segundo.






Mi vida podría haber sido cualquier esquirla dentro de mis zapatillas, yo lo sé. Mi vida podría haber sido cualquier otra vida, un banco de peces o de risas en el agua, otro viento más salado, o aquel verano en la costa abrazando una mirada incorregible, como de piedra.







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