Un elixir a

Voy a contar esta historia. Es uno de esos pensamientos que uno acaba rescatando cuando no conoce otra manera. Quizás te la cuente a ti, que desees saber algo, entender más, dejarte a la tristeza. Quizás me lo cuento a mí, que no recuerdo como se cuentan las historias que no dejan de ocurrir, que no sucedo- ni siquiera aquí.

El día sonreía y ya he mentido. Creo que llovía a cántaros y me lancé, como hago algunas veces, como deseaba en aquel entonces, dentro de aquel refugio. Creo que yo sí sonreí porque siento fe profunda en la amabilidad. Me contuve, como quien se agarra los recuerdos, como quien se abrocha el cinturón todo lo que puede, como quien respira solo por existir un momento. A ciencia cierta, hoy solo puedo decir que el avión de papel se estrelló, pues los aviones no vuelan por debajo del suelo. Pero bien sé que dejé que me crecieran las ramas y los aterrizajes.

Recuerdo con tristeza pasada la paz de algunos momentos que se junta con el claro que ahora cruza este verano. Y aunque hoy resulta más fácil discernir las tormentas ajenas de las propias, aquí es donde uno se da cuenta de que el verbo romper devuelve y arrebata. En su injusta medida.

Hay una palabra para referirse a la hora de la noche en que todo está en silencio. Es preciosa. Pero me cuestan las palabras, porque no sé escribirte. Te la enseñaría en otras circunstancias, aunque el mensaje es ciertamente sencillo: uno se esconde para que no lo encuentren. Es todo cuanto aprendí de aquel juego de la infancia.

Los silencios se parecen, eso es algo que después de tantos, me reconozco.

Hoy me reduzco a tender una mano hacia una nueva ilusión, que crece en la misma tierra donde admito que me hubiera gustado encontrar este hombro conmigo. A los pesares, me dirijo.
No sé escribirte, porque no he de tocarte.

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