Paseos con la abuela

Ahora que podemos salir a la calle, la abuela y yo paseamos antes del atardecer. Las tardes suelen transcurrir tranquilas, con medio sol en la espalda y pasos breves. Andamos sabiendo que no podemos detenernos y nos cruzamos las miradas con otros paseantes que avanzan en su propia melodía suave. Somos silenciosas, porque las briznas de aire que nos acarician, y la lentitud de nuestros cuerpos no quieren apresurarse más. A veces juraría que ni siquiera sabríamos qué decir para acertar. La abuela suele recordar entonces, tras llegar al primer cruce, que ella de joven una vez estuvo tan cansada mientras trabajaba en las tierras del pueblo que tuvo que detenerse. Pero seguimos adelante y dejamos que los pensamientos avancen. Le recoloco la mascarilla, porque tiene la cara pequeña y suele escurrirse debajo de la nariz. Me dice que también se le están cayendo las medias mientras andamos y que desde hace unos cuantos lavados, se le caen y parecen paraguas. Continuamos y yo intento imaginarme que querrá decir con eso de los paraguas.
A veces paramos momentáneamente para cambiar el bastón de mano. Es verdad que nunca ha sido zurda y que el cambio de mano dura pocos segundos. Al final, se agarra a mi brazo derecho y continuamos con tres cíclicas vueltas alrededor del parque mientras miramos las flores y los jardines. Nos saludamos con gente mayor que no conocemos. Hay días que me habla del abuelo, de personas que no conozco y de su casa, que está cerca en coche, pero que ahora mismo es inalcanzable. Los silencios, sin embargo, suelen ser más largos e imagino que estamos pensando cosas diferentes. Yo, perdida en mis ensoñaciones. Ella, en sus recuerdos y miles de vidas. A veces trato de imaginar todo lo que habrá vivido, en cómo seré yo con sus años, en qué pasará en los próximos dos meses y también en cincuenta años. Es fácil perder el hilo conductor de lo que se piensa cuando solo estás caminando. El otro día le pregunté en uno de nuestros paseos, entre uno de nuestros largos silencios, que a cuántas personas creía que había llegado a querer en su vida. Ella me miró curiosa tras la mascarilla y meditó unos segundos. Yo imaginé un número porque en este mundo cuantificar ha simplificado todo lo que no podemos imaginar. Los muertos, las vueltas, los días, los kilos de naranjas, los libros, las pastillas... Todo es más comprensible si podemos enumerarlo, clasificarlo, resignarlo a existir en una cifra. Quizás esa fue la razón por la que no imaginé ninguna respuesta correcta a mi pregunta. El amor no es tan exacto, acertó a decir la abuela con media nariz fuera.



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